JOSÉ MARÍA ASENCIO MELLADO Nunca dotados de autoridad indiscutible, salvo que quien así lo crea se entienda revestido de una superioridad ética que la historia ha demostrado peligrosa.
El Estado de derecho ha sido siempre muy sensible a ataques que, justificados en la preservación de una idea de justicia, nunca absoluta -y menos cuando tras la misma se esconden pretensiones distintas-, ponen en juego la vigencia de la ley, supeditándola a visiones particulares de la sociedad, tan particulares que es fácil hallar contradicciones evidentes entre quienes alzan su voz clamando por la honestidad, mientras que juegan a comprender conductas que son constitutivas de delito o, peor aún, que a la vez que denuncian una actividad delictuosa, no dudan en cometer la misma para denunciar al denunciado. Incurrir en el mismo hecho y ufanarse de ello es, cuanto menos, complejo de explicar desde posiciones de integridad moral que, aunque aireadas con vigor, decaen cuando se supeditan a un objetivo concreto o a la pieza a cobrar a cualquier precio.
La corrupción es asunto grave, que debe ser remediado por las vías legales, pero nunca alterando las bases esenciales del ordenamiento jurídico, aquéllas que proporcionan a nuestro sistema legal las garantías que lo hacen plenamente democrático. Si las puertas se abren a excepciones injustificadas y se aceptan modos inquisitivos, el daño a la totalidad del modelo será irremediable. Que haya que establecer mecanismos eficaces que permitan profundizar en el conocimiento de hechos complejos, incluso estableciendo excepciones al régimen común, como siempre he defendido y sigo defendiendo, no puede ser equiparado a arrumbar las garantías sustanciales del modelo acusatorio.
El proceso penal no puede servir como mecanismo de exigencia de responsabilidades políticas, pervirtiendo su finalidad y contenido. En éste se investigan delitos, no conductas éticas o morales subjetivas, valorables siempre en atención a los criterios personales de quienes las observan. En el marco de la política, tan poco ajustada a esa ética, oxímoron conceptual, lo común puede ser valorado como extraordinario, incluso por quienes actúan de igual modo, por quienes comparten conductas según el caso y situación. Como antes señalé, llama poderosamente la atención que se impute un delito y, a su vez, se cometa el mismo -la revelación de secretos-, pero en este último caso, ufanándose el delator de su comportamiento, que, aunque también previsto en el Código Penal, se justifica en el siempre manido argumento del bien común, aunque de verdad, ese bien pretendido no pasa de ser la culminación de una ambición, legítima en los objetivos, pero manchada por los medios utilizados.
El Estado de derecho es sensible y frágil y protegerlo es misión de todos. Respetar los mecanismos legales constituye una exigencia que parece haberse olvidado en los últimos tiempos por quienes, de cualquier ideología y sigla, pues es conducta común, se creen en posesión de una verdad incontestable y conforman tribunales populares o intelectuales capaces de emitir veredictos sobre la culpabilidad o inocencia con solo echar una mirada el periódico. Pero, a la vez, guardan silencio sobre posibles delitos de naturaleza diversa o similar, cuando los cometen los propios. La impunidad que reclaman para vestir sus reivindicaciones y actos, que justifican en razones múltiples, choca con la estrechez de tolerancia hacia las ajenas. Hipocresía que está en la base del rechazo ciudadano hacia la clase política en general.
Nunca me han gustado los juicios paralelos. Pero, creo firmemente en la libertad de información y jamás estableceré límites a la misma, porque constituye una garantía del Estado de derecho; lo considero un error. Pero, también en la ley. Y ésta prohíbe a los que participan en un proceso proporcionar y dar publicidad a actuaciones que forman parte de un sumario, por disposición legal siempre secreto. No se prohíbe informar de hechos, sí entregar diligencias. Quien infringe esta norma, sancionada por el Código Penal, pierde su legitimación democrática, pues rompe las reglas del juego establecido, lo que es mucho más criticable cuando persigue fines políticos o personales. Afecta al equilibrio que las leyes procesales establecen entre las partes, atenta a la igualdad reconocida por las normas, en tanto genera indefensión al imputado y, en fin, se aprovecha de un instrumento, el proceso, cuya finalidad es la investigación delictiva, para lograr objetivos ajenos al mismo, con lo que da la razón a los que quieren prohibir la acción popular, institución secular herida de muerte por culpa de quienes siempre actúan con miras cortas y puntuales.
Como procesalista no encuentro satisfacción en ver el proceso penal zarandeado en sus estructuras y principios con actos poco adecuados al Estado de derecho. Quien no es capaz de sujetar su conducta a la ley, pierde su legitimación para exigir nada a los demás. Quien no respeta los derechos de los demás, no puede reprochar nada a nadie. Mucho costó construir un proceso penal respetuoso con los derechos y capaz de proporcionar la verdad de los hechos, siempre limitada por las exigencias legales, para destrozarlo cada vez que alguien considera que debe subordinarse a sus intereses. Ese camino y esa deriva son muy peligrosos y nada justifica volver atrás. Porque un proceso determinado tiene siempre un fin, acaba; pero la institución se mantiene y lo que se tuerce es luego muy difícil de enmendar. Hay que tener amplitud de miras.
Las pruebas deben obtenerse con respeto a la Constitución, sin afectar derechos fundamentales. Y esos derechos corresponden a todos, sin excepción, aunque la ley deba comprender, de una vez por todas, las especialidades que afecten a los cargos públicos. Reformas, en suma, tendentes a evitar la impunidad. No renuncio a nada de lo que tengo escrito, aunque, curiosamente, los que claman por una Justicia casuística e interesada, los partidos, siempre se han opuesto a ellas; tal vez porque prefieren esta situación que les permite atacar al adversario y defender al propio. Reformas, sí. Alterar el proceso democrático, el que está presidido por los principios de nuestra civilización, en textos internacionales, nunca.
Algunos estarán satisfechos de su actuación. Otros, pensamos que no es lícito poner en riesgo el Estado de derecho pervirtiendo sus instituciones y que el proceso penal, su funcionamiento, es el mejor termómetro, como decía Goldschmidt, de la eficacia real del modelo democrático. Cuando éste se ve afectado en su esencia, la democracia comienza su declive.
Mucho costó levantar un proceso rodeado de todas las garantías, frente al esperpento de la etapa franquista, por ejemplo, para ahora retroceder. No se puede pagar precio tan alto. No se debe pagar precio tan elevado y quienes estén dispuestos a hacerlo han de asumir que aceptan el riesgo de generalizarlo. También para ellos cuando les toque y, de verdad, en procesos complejos no son solo unos pocos los designados nominalmente. Todo vale cuando se rompen las reglas del juego y Leviatán es un monstruo peligroso.
fuente http://www.diarioinformacion.com/opinion/2012/11/18/proceso-penal-derechos-fundamentales/1316106.html